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martes, 11 de octubre de 2011

El canasto asesino

Pocos objetos son menos agresivos que un canasto para la ropa sucia. Especialmente si es plástico, porque el metal de última se puede oxidar, te da tétanos, morís sufriendo como un jilguero envenenado por una amante resentida contra el amor y la vida porque Antonio nunca dejó a su mujer, Mirtha, a la que iba a abandonar por un sueño con ella pero que justo, justo, el día en que se lo iba a decir fue atropellada por un carrito de golf que se había descontrolado y le arrolló el pie derecho de bailarina, generándole un juanete crónico los días jueves de humedad que le cortó su carrera como danzarina en los parlantes de Ku.

El canasto de plástico es inofensivo. O eso parecería. Es como esos animales que parecen simpáticos y tenés ganas de acariciar, como lo coatíes. Pero pocos saben que los coatíes son muy pero muy malos. Además de chorear comida a los turistas en las cataratas tienen todo el tema del turismo entongado. Ellos manejan y aprietan a los tucanes y a los monitos. Les dan una rutina y después de cada día pasan a buscar la recaudación de galletitas, manzanas y alimento que la gente les da. Después lo acopian y lo redistribuyen entre los animales que están adscriptos a su sindicato. Parecen buenitos pero son muy pesados. Y que no se te ocurra darle algo a un tucán sin que te vea uno, porque los coatíes están en todas partes, no sé cómo hacen pero saben todo lo que pasa. Ese pobre tucán después va a estar 6 meses en rehabilitación de alitas porque le pasan factura. O le cierran el pico con un precinto plástico para que muera de inanición. Son muy jodidos los tipos.

El canasto de plástico con ropa sucia no le puede hacer mal a nadie. Salvo a mí. Me mordió el dedo, justo donde se pliega cuando cerrás la mano. Me arrancó un pedacito de mi dedo anular. Y vaya paradoja de la vida, me anuló movilidad. Si hubiera sido otro lo hubiera tomado como un indicio de otra cosa. Pero no fue así.

Y más allá del dolor de la piel arrancada, el shock de ver mi sangre manar de mi dedo hinchado, el pavoroso y profundo dolor acompañado de la vergüenza de saberme herido por un inerte objeto azul.
 
No estoy bien. Tengo miedo de estar en casa solo con tanto objeto que parece inofensivo. Un cuadro que se puede caer justo cuando estoy debajo, un espejo que acecha agazapado contra la pared, listo para saltarme encima cuando desprevenido y medio dormido me cepillo los dientes. O la pava que sigilosamente toma temperatura para infundirme dolor en los otros dedos o lanzarme vapor ardiente a los ojos para dejarme ciego para que después la plancha me enrede los pies con su cable y una vez en el suelo intente ahorcarme. La alfombra de la bañera, esa asesina traicionera que se puede soltar para que yo me desnuque, con la vergüenza que significaría morir desnudo y que me encuentren horas o días después con lo que el agua fría puede hacernos (yo tengo termotanque).

No quiero estar con los objetos a solas. Sé que el mueble bajo mesada un día va a correr sus patas cuando yo esté descalzo lavando los platos y me va a cortar los dedos de los pies como una guillotina higiénica. Adivino los planes de asfixiarme de las cortinas utilizando al viento como excusa y me da vértigo pensar que un día puedo quedar encerrado en el placard cuando vaya a buscar la remera que no encuentro.

No se burlen. No crean que estoy loco. Veo cosas que ustedes no quieren ver. Porque piensan que las cosas no tienen vida no se dan cuenta de que ellas tienen nuestras vidas en sus manos. Hace como 3 minutos que leen esto, riéndose de mí. Y mientras desatendieron la espalda. Fíjense al darse vuelta, puede que algo de la habitación se haya movido.

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