Llegué a casa empapado por la lluvia. La ropa pegada me molestaba. Tenía frío. Me quería bañar. No quería esperar así que abrí la ducha y mientras el agua se calentaba empecé a desvestirme. Me saqué la remera, me saqué el pantalón. Me saqué la remera y entré en la ducha con medias y remera. ¿No me la había sacado?
Me saqué la remera y tenía puesta otra. ¿Qué hice hoy que me puse 3 remeras y no me di cuenta? Me la saqué pero sentía otra. También me la saqué. Otra. Y otra. Otra más.
El agua corría y el vapor no me dejaba ver. Sentía las remeras contra mí. Cada vez que me sacaba una dejaba de respirar. La ducha las mojaba y se me pegaban en la cara. Entre el vapor, el agua y el algodón estaba empezando a desesperarme. Me parece que giré y enganché la cortina de baño. O me enrosqué con una de las remeras. El caso es que me patiné y caí para afuera de la bañera. La espalda en el piso. Las piernas dentro. El barral encima. El agua caliente me caía en los pies. La cintura me latía. Y yo estaba tirado sobre el piso frío con una remera roja pegada en la cara que me tapaba la nariz. No podía respirar. Me costaba pasar la cabeza por el cuello redondo mojado. El algodón pesado no me quería soltar. Quise ponérmela para tomar aire pero me dolían los brazos. Tal vez me los había roto en la caída.
Estaba agotado. Vencido por el agua, el vapor y las remeras. Ya no tenía fuerzas para pelear. Con los últimos segundos de oxígeno quise saber cuántas fueron y las conté. 18 remeras me había sacado cuando me ahogué.
lunes, 29 de agosto de 2016
miércoles, 10 de agosto de 2016
El árbol
Era un árbol que pasaba desapercibido, ni muy tupido ni muy
pelado. Algunas ramas tenían una que otra flor, como para no desentonar con los
demás, pero no se destacaba por ser el más pintoresco de la plaza.
“Flaco. Tené lo cordone desatado, te va caé” me
dijo un gordo que paseaba a un pekinés horrendo.
Debido a los pinchos que su corteza esgrimía como amenaza,
pocos eran los que se acercaban a él para usarlo como sillón de lectura al
solcito de mayo o como poste en los picados de fútbol que se improvisaban los
sábados a la siesta.
La elección no era casual. Tenía poca gente interesada en
él. Por eso se había transformado en mi portallaves cada vez que iba a correr.
La rutina era siempre la misma: llegaba, colgaba de la
segunda rama con un pequeño salto y me ponía a elongar. Daba mis 5 vueltas a la
plaza como cualquier caballo de sulky y después de estirar los músculos ya
calientes saltaba para agarrarlas. Ya con las llaves en mis manos volvía a casa
caminando.
Debo haber hecho esto unas 452 veces antes de la tragedia
del martes fatídico. El cálculo es fácil. Corría 2 veces por semana y viví en
ese lugar durante 5 años. Alguna que otra vez pensé qué haría si podaban el
árbol de las llaves pero nunca pasó. Eso.
La última vez que lo usé recuerdo que estaba cansado. Me
costó la última vuelta y como tenía ganas de volver y bañarme porque hacía un
poco de frío, decidí hacerme trampa y cortar la plaza en diagonal. Cuando
llegué al árbol salté y manoteé las llaves sin mirarlas, como hacía a veces. Y
nada. Levanté la vista y vi lo peor que podría haber ahí. Nada.
Mis llaves no estaban donde las había dejado. Busqué en el
pasto pero tampoco estaban. Al principio creí que tal vez las había llevado
conmigo mientras corría pero al no tener bolsillos en el short era poco
probable. Por las dudas di unas cuantas vueltas más a la plaza para ver si las
encontraba.
Mientras lo hacía me cruzaba con runners. Todos sospechosos
de haber agarrado mis llaves. A lo mejor me habían seguido, sabía dónde vivía y
mientras yo buscaba mis llaves su cómplice estaba vaciando mi casa. Me aterré.
Corrí las 8 cuadras hasta mi casa desesperado y esperando encontrar lo peor. No
tuve que llegar. Empezó a llover antes.
No tenía mi celular encima ni la billetera porque me gusta
salir a correr liviano. Analicé las opciones. Podría correr unos kilómetros
hasta lo de algún amigo y buscar una copia. O podría pedirle a mi vecino que me
dejara entrar por el patio y... “no, hoy no levanté la persiana del patio.”
Desahuciado decidí caminar hasta lo de mi amigo y atravesé
la plaza de nuevo. Encorvado, mojado por la transpiración y la lluvia. Golpeado
por el cansancio y la humillación de la propia estupidez reconocida hasta que
una voz me sacó de mi juicio “EY. EY. FLACO”.
Me di vuelta esperando una buena noticia. Una hermosa chica que hubiera encontrado mis llaves y me las diera. Que nos miráramos embelesados durante 30 segundos. Que nuestras manos se conocieran sin querer en ese pase de llaves. ¿Quién sabe? Podría abrirse una puerta a una hermosa historia.
Me di vuelta esperando una buena noticia. Una hermosa chica que hubiera encontrado mis llaves y me las diera. Que nos miráramos embelesados durante 30 segundos. Que nuestras manos se conocieran sin querer en ese pase de llaves. ¿Quién sabe? Podría abrirse una puerta a una hermosa historia.
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